viernes, 30 de noviembre de 2012

PENSAMIENTO HUMANISTA

2.1 PENSAMIENTO HUMANISTA
2.1.1 ORIGEN DEL HUMANISMO
El humanismo es un movimiento intelectual, filológico, filosófico y cultural europeo estrechamente ligado al Renacimiento cuyo origen se sitúa en el siglo XIV en la península Itálica (especialmente en Florencia, Roma y Venecia) en personalidades como Dante Alighieri, Francesco Petrarca y Giovanni Boccaccio. Buscan la Antigüedad Clásica y retoma el antiguo humanismo griego del siglo de oro y mantiene su hegemonía en buena parte de Europa hasta fines del siglo XVI, cuando se fue transformando y diversificando a merced de los cambios espirituales provocados por la evolución social e ideológica de Europa, fundamentalmente al coludir con los principios propugnados por las reformas (luterana, calvinista, etc.), la Contrarreforma católica, la Ilustración y la Revolución francesa del siglo XVIII. La expresión studia humanitatis fue contrapuesta por Coluccio Salutati a los estudios teológicos y escolásticos cuando tuvo que hablar de las inclinaciones intelectuales de su amigo Francesco Petrarca; en éste, humanitas significaba propiamente lo que el término griego filantropía, amor hacia nuestros semejantes, pero en él el término estaba rigurosamente unido a las litterae o estudio de las letras clásicas. En el siglo XIX se creó el neologismo germánico Humanismus para designar una teoría de la educación en 1808, término que se utilizó después, sin embargo, como opuesto a la escolástica (1841) para, finalmente, (1859) aplicarlo al periodo del resurgir de los estudios clásicos por Georg Voigt, cuyo libro sobre este periodo llevaba el subtítulo de El primer siglo del Humanismo, obra que fue durante un siglo considerada fundamental sobre este tema.
 La llegada al solio pontificio de Tomas Parentucelli, (Papa Nicolás V) y de Eneas Silvio Piccolomini, (Pío II) convierte a Roma en uno de los grandes focos del Humanismo.
 La acción de los mecenas: los mecenas eran personas que con su protección política, con su aprecio por el saber antiguo, con su afán coleccionista o con la remuneración económica a los humanistas para que se establecieran o costearan sus obras en la imprenta, facilitaron el desarrollo del Humanismo. Estas personas reunían obras clásicas y llamaban a eruditos conocedores de la literatura griega y romana; por si eso fuera poco, los acogían en sus palacios. Entre los mecenas más destacados sobresalen: la familia de los Médici de Florencia Lorenzo de Médicis, llamado el Magnífico y su hermano Juliano de Médicis, los pontífices romanos Julio II y León X, Cristina de Suecia.

2.1.2 CARACTERÍSTICAS DEL PENSAMIENTO HUMANISTA
Algunos de los rasgos ideológicos del humanismo son:
 Estudio filológico de las lenguas e interés por la recuperación de la cultura de la Antigüedad clásica.
 Creaciones artísticas basadas imitación o mímesis de los maestros de la civilización grecolatina.
 El antropocentrismo o consideración de que el hombre es importante, su inteligencia el valor superior, al servicio de la fe que le une con el Creador.
 Se restaura la fe en el hombre contemporáneo porque posee valores importantes capaces de superar a los de la Antigüedad Clásica.
 Se vuelve a apreciar la fama como virtud de tradición clásica, el esfuerzo en la superación, y el conocimiento y disfrute de lo sensorial.
 La razón humana adquiere valor supremo.
 En las artes se valora la actividad intelectual y analítica de conocimiento. En pintura, mediante la perspectiva, se unifica con un punto de fuga racional la escala antes expresionista de las figuras.
 Se ponen de moda las biografías de Plutarco y se proponen como modelos, frente al guerrero medieval, al cortesano y al caballero que combina la espada con la pluma.
 Se ve como legítimo el deseo de fama, gloria, prestigio y poder (El príncipe, de Maquiavelo), valores paganos que mejoran al hombre. Se razona el daño del pecado que reducen al hombre al compararlo con Dios y degradan su libertad y sus valores según la moral cristiana y la escolástica.
 El comercio no es pecado y el Calvinismo aprecia el éxito económico como señal de que Dios ha bendecido en la tierra a quien trabaja.
 El Pacifismo o irenismo: el odio por todo tipo de guerra.
 El deseo de la unidad política y religiosa de Europa bajo un sólo poder político y un solo poder religioso separado del mismo: se reconoce la necesidad de separar moral y política; autoridad eterna y temporal.
El arte humanista toma la materia popular y la selecciona para transformarla en algo estilizado e idealizado, de la misma manera que la novela pastoril recrea una vida campestre desprovista de las preocupaciones habituales al campesino. En La lógica aristotélica frente al argumento de autoridad medieval: la imprenta multiplica los puntos de vista y los debates, enriqueciendo el debate intelectual y la comunicación de las ideas. Se ponen de moda los géneros del diálogo y la epístola, todo lo que suponga comunicación de ideas. Ginecolatría, alabanza y respeto por la mujer. Por ejemplo, el cuerpo desnudo de la mujer en el arte medieval representaba a Eva y al pecado; para los artistas humanistas del Renacimiento representa el goce epicúreo de la vida, el amor y la belleza (Venus).
 Búsqueda de una espiritualidad más humana, interior, (devoto moderna, erasmismo), más libre y directa y menos externa y material.

Se revitalizó durante el siglo XIX dando nombre de un movimiento que no sólo fue pedagógico, literario, estético, filosófico y religioso, sino que se convirtió en un modo de pensar y de vivir vertebrado en torno a una idea principal: en el centro del Universo está el hombre, imagen de Dios, criatura privilegiada, digna sobre todas las cosas de la Tierra (antropocentrismo). Posteriormente, en especial en España durante la segunda mitad del siglo XVI, el antropocentrismo se adulteró en forma de un cristocentrismo que proponía la ascética y la mística como formas de vida que condujeron al desengaño barroco, que desvirtuó durante el siglo XVII este movimiento en un principio renovador impidiendo abrir nuevos horizontes.


2.1.3 PRINCIPALES PENSADORES HUMANISTAS  

Los autores más señeros de éste movimiento fueron:
 Dante Alighieri (1265-1321), fue el primero en situar a la Antigüedad en el centro de la vida cultural.
 Francesco Petrarca (1304-1374), es conocido como el padre del humanismo. Fue el primero en señalar que para ser culto y adquirir verdadera humanidad, era indispensable el estudio de las lenguas y letras de los clásicos.
 Giovanni Boccaccio (1313-1375), al igual que Petrarca, dedicó su vida al estudio de los clásicos, especialmente a los latinos, y realizó un importante compendio mitológico, la Genealogía de los dioses paganos.
 Coluccio Salutati (1331–1406).
 Gemisto Pletón (1355-1452). Humanista y filósofo bizantino, unos de los principales impulsores del estudio del griego en el mundo latino, y del platonismo. Ferviente seguidor de Platón, enseñó en Florencia y estableció la base para la creación de la Academia de Florencia.
 Leonardo Bruni (1374-1444), a quien se debe un profundo impulso a la traducción de la literatura griega.
 Poggio Bracciolini (1380–1459), gran perseguidor de manuscritos por toda Europa; a él se debe principalmente la recuperación de numerosos escritos de Cicerón y de otros autores importantes como Lucrecio y la consideración del latín como una lengua viva y aún creativa.
 Antonio Beccadelli el Panormitano (1394-1471), jurista, poeta y erudito italiano.
 Leon Battista Alberti (1404-1472). Sacerdote, humanista y secretario personal de seis papas, Doctor en Derecho Canónico, físico, matemático y arquitecto.
 Lorenzo Valla (1407-1457), fundador de la filología por su estudio de los poetas latinos y su proposición de una nueva gramática. Quizá su logro más conocido fue su descubrimiento, basado en pruebas filológicas, de la falsedad del documento medieval Donación de Constantino supuestamente redactado por este emperador, y por el que se otorgaban los territorios de la Italia central al cuidado del Papa romano.
 Alfonso de Palencia (1423-1492), historiador y políglota.
 Giovanni Pontano (1426-1503) poeta neolatino e historiador italiano.
 Marsilio Ficino (1433-1499), que divulgó la filosofía de Platón por Europa.
 Antonio de Nebrija (1441-1522), que logró renovar los métodos de enseñanza de las lenguas clásicas en España.
 Gonzalo García de Santa María (1447-1521)
 Angelo Poliziano (1454-1494), humanista y poeta italiano.
 Lucio Marineo Sículo (1460-1533)
 Pico della Mirandola (1463-1494), quien probablemente haya sido el primero en utilizar la palabra humanista para referirse al nuevo movimiento. Fue el autor de un Diálogo sobre la dignidad del hombre.
 Erasmo de Rotterdam (1469 - 1536), fue la gran figura intelectual en el debate entre católicos y protestantes y creador de una corriente personal dentro del humanismo de crítica del cristianismo medieval tradicional, el erasmismo, a través de sus Colloquia y diversos opúsculos.
 Guillaume Budé (1467-1540), humanista francés que editó en su país numerosos autores clásicos grecolatinos.
 Hernán Núñez de Toledo el Comendador Griego (1475-1553), helenista y humanista.
 Tomás Moro (1478-1535), humanista inglés autor de un escrito satírico que sirvió de modelo a otros muchos, la Utopía, y se enfrentó en defensa de sus ideas al rey Enrique VIII.
 Giulio Cesare Scaligero (1484-1558), gran filólogo y preconizador de la imitatio ciceroniana frente a la imitatio ecléctica de Erasmo de Rotterdam.
 Juan Luis Vives (1492-1540), amigo de Erasmo y de Tomás Moro, el primero en tratar la psicología como disciplina científica y con contribuciones originales en todo tipo de materias.
 Robert Estienne (1503-1559), humanista francés con labor comparable al del impresor y humanista Aldo Manuzio en Italia.
 Michel de Montaigne (1533-1592), quien vertió a la lengua vulgar lo más selecto del pensamiento grecolatino creando el género del ensayo, típicamente humanista.
 Todos estos y muchos otros, crearon el espíritu de una nueva época, el Renacimiento, que se expandió a través del invento de la imprenta y las magníficas ediciones de clásicos del impresor Aldo Manuzio y sus hijos y discípulos.

El Humanismo, como uno de los fundamentos ideológicos del Renacimiento, suponía una evidente ruptura con la idea de religión que se manejaba hasta entonces en la que Dios era centro y razón de todas las cosas. Con el Humanismo, Dios no perdía su papel predominante, pero se situaba en un plano diferente, y ya no era la respuesta a todos los problemas. Probablemente el autor que supo aunar mejor que ninguno la filosofía humanística con el pensamiento cristiano fue Erasmo de Rotterdam.

2.2 VERTIENTES DE LA FILOSOFÍA HUMANISTA

2.2.1 EL HUMANISMO CRISTIANO                 

La interpretación del Cristianismo en clave humanista se desarrolla en la primer mitad de este siglo como parte de un vasto proceso —que comienza en el siglo pasado y se continúa hasta nuestros días— de revisión de las doctrinas cristianas a fin de adaptarlas al mundo moderno; un mundo con respecto al cual la Iglesia católica había adoptado, durante siglos.
A partir del Renacimiento, la autoridad espiritual de la Iglesia, que por mil años había sido la depositaria de la visión cristiana en Occidente, fue declinando cada vez más en un crescendo de eventos apócales: la cultura del humanismo invierte la imagen que el cristianismo medieval había construido del hombre, la naturaleza y la historia; luego la Reforma protestante divide a los cristianos de Europa; en el Seiscientos y sobre todo en el Setecientos, las filosofías racionalistas, que se habían difundido entre las clases cultas, ponen en discusión la esencia misma del cristianismo..

En el tortuoso acercamiento de la Iglesia al mundo moderno, la encíclica Rerum Novarum de León XIII de 1891 constituye un hito fundamental. Con esta encíclica la Iglesia se dio una doctrina social que pudiera contraponerse al liberalismo y al socialismo.  En polémica con éste último, reafirmaba el derecho a la propiedad privada, pero atenuándolo con un llamado a la solidaridad entre clases en pos del bien común y a la responsabilidad recíproca entre individuo y comunidad.  Contra el liberalismo y su laissez faire  en materia de economía, la Iglesia invitaba al Estado y a las clases más fuertes a ayudar a los grupos sociales más débiles.

Después de la tragedia de la primera guerra mundial, en el clima de desilusión general frente a las ideas de progreso sostenidas por el socialismo y el liberalismo, la Iglesia pasó decididamente al contraataque. Y lo hizo tanto en el plano político, autorizando la formación de partidos de masas de inspiración cristiana, como en el doctrinario, proponiéndose como portadora de una visión, una fe y una moral capaces de dar respuesta a las necesidades más profundas del hombre de esta época.

Maritain había sido primero alumno de Bergson, y después había adherido al socialismo revolucionario.  Insatisfecho de ambas filosofías, en 1906 se convirtió al Catolicismo. Fue uno de los exponentes más notables del así llamado “neotomismo”, es decir, de aquella corriente de pensamiento católico moderno que se remite directamente a Santo Tomás de Aquino y, a través de él, a Aristóteles, cuya filosofía Santo Tomás había tratado de conciliar con los dogmas cristianos. A este punto cabe recordar que ya en el siglo pasado, otra encíclica de León XIII, Aeterni Patris de 1879 había afirmado que la filosofía de Santo Tomás era la que mejor se adaptaba a la visión cristiana. 

Maritain, con una posición que se contrapone radicalmente a la tendencia más general del pensamiento moderno, da un salto hacia atrás, sobrevolando el Renacimiento y reconectándose con el pensamiento medieval. 
En su libro Humanismo integral, examina la evolución del pensamiento moderno desde la crisis de la Cristiandad medieval al individualismo burgués del siglo XIX y al totalitarismo del siglo XX.  En esta evolución Maritain ve la tragedia del Humanismo antropocéntrico, como él lo llama, que se desarrolla a partir del Renacimiento. Este Humanismo, que ha llevado a una progresiva descristianización de Occidente es, según Maritain, una metafísica de la “libertad sin la gracia”.  Con el Renacimiento, el hombre comienza a ver su propio destino y su propia libertad desligados de los vínculos de la “gracia”, es decir, del plano divino.  Para el hombre, la libertad es un privilegio que él pretende realizar por sí solo. Así, el hombre moderno que surge en el Renacimiento, lleva consigo este pecado de soberbia.  Quiere prescindir de Dios y se construye un saber científico de la naturaleza que, a partir de Descartes, es considerada como una gran máquina para ser estudiada more geométrico, o sea según las leyes de la geometría.  Pero una concepción tal de la naturaleza sólo puede llevar a una escisión entre hombre y mundo, y a un determinismo mecanicista que arrolla al hombre mismo. 
  En nombre mismo de los derechos y de la autonomía de esta personalidad, la polémica racionalista había condenado toda intervención externa en este universo perfecto y sagrado.  Ya fuera que tal intervención proviniese de la revelación y de la gracia, o de una tradición de humana sabiduría, o de la autoridad de una ley de la cual el hombre no fuese autor, o de un Bien soberano que solicitase su voluntad, o, finalmente, de una realidad objetiva que midiese y regulase su inteligencia».
Pero esta soberbia de la razón –que primero eliminó todos los valores tradicionales y trascendentes y luego, con el idealismo, absorbió en sí la realidad objetiva– ha generado ella misma su propia destrucción.  Primero Darwin y después Freud asestaron los golpes mortales a la visión optimista y progresista del humanismo antropocéntrico.  Con Darwin el hombre descubre que no existe discontinuidad biológica entre él y el mono.  Pero no sólo esto: entre él y el mono ni siquiera existe una verdadera discontinuidad metafísica, es decir, no hay una radical diferencia de esencia, un verdadero salto cualitativo.  Con Freud, el hombre descubre que sus motivaciones más profundas están dictadas en realidad por la libido sexual y el instinto de muerte.  “Acheronta movebo”, moveré el infierno, había dicho Freud, y con él la soberbia de la razón se hunde en la ciénaga de los instintos.  Al final de este proceso dialéctico destructivo, ya se han abierto las puertas a los totalitarismos modernos, el fascismo y el estalinismo. Lo que no impide al ser humano reivindicar más que nunca la propia soberanía, pero ya no más para la persona individual. 
El primer tipo de humanismo reconoce que Dios es el centro del hombre, implica el concepto cristiano del hombre pecador y redimido, y el concepto cristiano de gracia y libertad...  El segundo cree que el hombre es el centro del hombre y, por ende, de todas las cosas, e implica un concepto naturalista del hombre y de la libertad.  Si este concepto es falso, se entiende por qué el Humanismo antropocéntrico merece el nombre de humanismo inhumano y que su dialéctica deba ser considerada la tragedia del humanismo».

La base sobre la que se apoya el Humanismo teocéntrico es una concepción del hombre «...como dotado de razón, cuya suprema dignidad consiste en la inteligencia;... como libre individuo en relación personal con Dios, cuya suprema virtud consiste en obedecer voluntariamente la ley de Dios;... como criatura pecadora y herida, llamada a la vida divina y a la liberación aportada por la gracia, cuya suprema perfección consiste en el amor».

Maritain distingue en la persona humana dos tipos de aspiraciones, las connaturales y las transnaturales.  Mediante las primeras, el hombre tiende a realizar ciertas cualidades específicas que hacen de él un individuo particular.  El hombre tiene derecho a ver colmadas sus aspiraciones connaturales, pero la realización de las mismas no lo deja completamente satisfecho porque existen en él también las aspiraciones transnaturales que lo impulsan a superar los límites de su condición humana.  Estas aspiraciones derivan de un elemento trascendente en el hombre y no tienen derecho alguno a ser satisfechas.  Si lo son, en algún modo, tal cosa sucederá por la gracia divina.

Al humanismo teocéntrico así entendido, Maritain le confía la tarea de reconstruir una “nueva cristiandad” que sepa reconducir la sociedad profana a los valores y al espíritu del Evangelio. 
La interpretación cristiana que Maritain dio del humanismo fue acogida en forma entusiasta en algunos sectores de la Iglesia y entre varios grupos laicos.  Inspiró numerosos movimientos católicos comprometidos con la acción social y la vida política, por lo que resultó ser un arma ideológica eficaz sobre todo contra el marxismo.

Pero esta interpretación recibió también críticas demoledoras de ámbitos filosóficos no confesionales.  En primer lugar, se observó que la tendencia racionalista que aparece en la filosofía post-renacentista y que Maritain denuncia en Descartes, Kant y Hegel, se remonta precisamente al pensamiento de Santo Tomás.  Esta tendencia, que llevará a la crisis y a la derrota de la razón, no es un producto del humanismo renacentista, sino más bien del tomismo y de la escolástica tardía: la filosofía cartesiana que se encuentra a la base del pensamiento moderno, en su racionalismo se reconecta mucho más con Santo Tomás que con el neoplatonismo y el hermetismo místico del Renacimiento. 
En segundo lugar, la crisis de los valores y el vacío existencial al cual ha llegado el pensamiento europeo con Darwin, Nietzsche y Freud no es una consecuencia del humanismo renacentista, sino por el contrario deriva de la persistencia de concepciones cristianas medievales dentro de la sociedad moderna.  La tendencia al dualismo y al dogmatismo, el sentimiento de culpa, el rechazo del cuerpo y el sexo, la desvalorización de la mujer, el miedo a la muerte y al infierno son todos residuos del cristianismo medieval, que aun después del Renacimiento han influido fuertemente en el pensamiento occidental.  Aquéllos determinaron, con la Reforma y la Contrarreforma, el ámbito sociocultural en el cual el pensamiento moderno se ha desarrollado.  La esquizofrenia del mundo actual en la que Maritain insiste deriva, según estos críticos, de la coexistencia de valores humanos y antihumanos.  La “dialéctica destructiva” de Occidente se explica entonces como un intento doloroso y frustrado por liberarse de valores en pugna.

2.2.2 EL HUMANISMO MARXISTA

Después de la Segunda Guerra Mundial, el “modelo” de marxismo que Lenin había instaurado en la Unión Soviética estaba sufriendo una dramática y profunda crisis, mostrando con Stalin el rostro de una despiadada dictadura.  Un grupo bastante heterogéneo de filósofos pertenece a esta línea de pensamiento. Los más representativos son: Ernst Bloch en Alemania, Adam Shaff en Polonia, Roger Garaudy en Francia, Rodolfo Mondolfo en Italia, Erich Fromm y Herbert Marcuse en los Estados Unidos.

Y es así entonces que, a partir de los años Cincuenta, con el desafío a nivel de interpretación teórica que el humanismo marxista lanza a la doctrina “ortodoxa” del régimen soviético, se asiste a un áspero enfrentamiento entre dos modos mutuamente excluyentes de entender el pensamiento de Marx. Pero tal situación no representaba una novedad o una anomalía en la historia del marxismo: al contrario, era casi una constante. El pensamiento de Marx ha conocido, durante el arco de su desarrollo y por diversos motivos, una amplia variedad de interpretaciones.

En los años inmediatamente posteriores a la muerte de su fundador (1883), o sea en el tiempo de la Segunda Internacional (1889), el marxismo era interpretado prevalentemente como “materialismo histórico”, al que se entendía como una doctrina “científica” de las sociedades humanas y de sus transformaciones, fundada en hechos económicos y encuadrada en el contexto más amplio de una filosofía de la evolución de la naturaleza desarrollada por Engels. Esta interpretación estaba teñida por el clima cultural de la época, dominado por el evolucionismo darwiniano y, más en general, por el positivismo.
En el siglo XX, la victoria de la revolución proletaria en Rusia y su fracaso en Alemania y en el resto de Europa Occidental impusieron la interpretación del marxismo elaborada primero por Plejanov y Lenin, y más tarde por Stalin. Esta interpretación entiende al marxismo fundamentalmente como “materialismo dialéctico”, es decir como una doctrina filosófica materialista (se podría casi decir una cosmología) en la que la dialéctica  —o sea el procedimiento lógico desarrollado por Hegel— juega un papel central: es, a un tiempo, la ley evolutiva de la materia y el método teórico-práctico que permite la compresión del mundo físico y de la historia, y que indica por lo tanto, cuál es la acción política correcta.
Trataremos ahora de analizar las ideas en las que se basan estas dos interpretaciones del marxismo, que son las que han prevalecido históricamente.

El término “materialismo histórico” comienza a aparecer en las últimas obras de Engels quien, sin embargo, prefiere utilizar en general la expresión “concepción materialista de la historia”. Cuando se habla de materialismo histórico se hace referencia al análisis y a la interpretación de las sociedades humanas y de su evolución. La tesis fundamental que este término denota —enunciada por Marx y Engels en diversas obras— es que las producciones comúnmente llamadas “espirituales” (el derecho, el arte, la filosofía, la religión, etc.) están determinadas, en última instancia, por la estructura económica de la sociedad en donde se manifiestan.  El hecho histórico primario consiste, para Marx, en la producción de bienes materiales que permiten la supervivencia de los individuos y de la especie.  Para poder hacer historia, los seres humanos deben antes que nada lograr vivir, es decir, satisfacer sus propias necesidades fundamentales: comer, beber, vestirse, disponer de una vivienda, etc.

La mediación entre estos dos polos opuestos, la necesidad y su satisfacción, —y, por lo tanto, entre hombre y naturaleza— está constituida, para Marx, por el trabajo.  Es por medio del trabajo que el hombre crea los instrumentos con los cuales obtiene de la naturaleza los objetos que le son necesarios.

Toda época histórica se caracteriza por un determinado grado de desarrollo de las fuerzas productivas, expresión que define simultaneamente el conjunto de las necesidades y de los medios de producción (técnicas, conocimientos, hombres, etc.) empleados para satisfacerlas.
Marx ha llamado modo de producción al conjunto dado por las relaciones de producción y las fuerzas productivas. El modo de producción es el verdadero fundamento de la sociedad, lo que determina su ordenamiento en las distintas articulaciones: jurídica, política, institucional, etc.  Es a partir de esta base material (la estructura) que se desarrollan todos los fenómenos que comúnmente se relacionan con la conciencia o con el espíritu (la superestructura).

He aquí cómo Marx expresa este concepto fundamental en el prefacio de la Crítica de la Economía Política (1859) que contiene una exposición sintética del materialismo histórico: «En la producción social de su existencia los hombres se encuentran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad, es decir, en relaciones de producción, que corresponden a un determinado nivel de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales.  El modo de producción de la vida material condiciona el proceso social, político y espiritual.  No es la conciencia la que determina el ser de los hombres sino que, al contrario, es el ser social de los hombres el que determina su conciencia».

Marx reconstruye la historia de las sociedades humanas a partir de las comunidades primitivas hasta la sociedad burguesa de su tiempo.  Para Marx la historia está dada por la sucesión de diversos modos de producción a través de los cuales los seres humanos logran disponer de los bienes materiales necesarios para la subsistencia. El pasaje de un modo de producción a otro no sigue un proceso lineal, continuo, sino que al contrario, se da como ruptura del orden precedente, ruptura detonada por una dialéctica interna. En ese momento se verifica una transformación revolucionaria y se establece un nuevo modo de producción.  Con éste aparece también una “cultura” y una “conciencia” nuevas que suplantan a las anteriores.  Marx dice al respecto: «A un cierto nivel de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción en vigor, o para utilizar un término jurídico, con las relaciones de propiedad con las que han marchado hasta ese momento.  Luego de haber sido formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se transforman en obstáculos para las fuerzas productivas mismas.  Llega entonces una época de revolución social.  Con la modificación de la base económica, la enorme superestructura se derrumba por completo más o menos rápidamente»

Este es el destino histórico de la sociedad burguesa fundada en el trabajo industrial, la propiedad privada de los medios de producción, la hegemonía del capital.  El campo de acción del capitalismo se extiende ya al mundo entero: extrae las materias primas de los lugares más remotos y penetra con sus productos en todos los países, por aislados que éstos sean.  Pero el capitalismo está minado por una contradicción insanable entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción: de hecho, el carácter social de los procesos productivos industriales —cada vez más acentuado— está en patente contraste con la propiedad privada de los medios de producción.

La fuerza que pondrá fin al dominio de la burguesía capitalista es la negación dialéctica, el espejo en negativo de todas las características de la burguesía: el proletariado. 
Sin embargo, también la desaparición de la burguesía y la victoria del proletariado están determinadas por las condiciones materiales de la sociedad y no por un impulso revolucionario puramente voluntario.  Marx se expresa así: «Una conformación social nunca desaparece antes de haber creado todas las fuerzas productivas que es capaz de desarrollar; y las nuevas relaciones de producción, más elevadas, jamás logran reemplazar las precedentes antes de que las condiciones materiales para su existencia hayan sido generadas en el seno de la antigua sociedad».

De todas maneras, la victoria de la revolución proletaria está asegurada porque se inscribe necesariamente en la dinámica de la evolución histórica: ella instaurará un modo de producción —el comunismo— más avanzado que el capitalismo. Con la abolición de la propiedad privada y la socialización de los medios de producción, el comunismo hará que la relaciones de producción sean conformes al carácter social de las fuerzas productivas. De este modo sanará la contradicción del capitalismo y dará a las fuerzas productivas mismas un nuevo y extraordinario desarrollo. 
El marxismo no quiere ser una teoría filosófica solamente, sino que quiere unir teoría y práctica para transformar la sociedad.

2.2.3 EL HUMANISMO EXISTENCIALISTA

Inmediatamente después de la segunda guerra mundial, el panorama cultural francés se ve dominado por la figura de Sartre y por el existencialismo, la corriente de pensamiento que él contribuyó a difundir a través de su obra de filósofo y escritor, y de su engagement o compromiso político-cultural.

La formación filosófica de Sartre recibe principalmente la influencia de la escuela fenomenológica. Becado en Alemania en los años 1933-34, Sartre entra en contacto directo con el pensamiento de Husserl y Heiddeger.  Es precisamente en la fenomenología y en su método de investigación que Sartre encuentra los instrumentos para superar la filosofía académica francesa de su tiempo, fuertemente teñida de espiritualismo e idealismo, y hacia la que siente un neto rechazo.

La búsqueda de Sartre parte del campo de la sicología. Es más, su ambición juvenil es revolucionar los fundamentos de esta ciencia. Para Sartre –que hace propia la posición de Husserl– la conciencia no es un simple contenedor de “hechos” síquicos, ni una suerte de espejo que pasivamente refleja, o deforma, la realidad externa; la conciencia es fundamentalmente intencional, activa, posee su propio modo de estructurar los datos sensibles y de construir “realidades” que, aun dependiendo de éstos, presentan características que les son propias y específicas.

La aplicación del método fenomenológico a temas de sicología se formaliza en tres ensayos: La imaginación (1936), Esbozo de una teoría de las emociones (1939) y Lo imaginario (1940). Para Sartre no se trata de estudiar esta o aquella emoción, o de recoger datos sobre particulares comportamientos emotivos –como lo haría un sicólogo tradicional–, sino de ir a las estructuras fundamentales de la conciencia que permiten y explican el fenómeno emotivo.

Sartre reformula el concepto fundamental de la fenomenología –la intencionalidad de la conciencia– como trascendencia hacia el mundo: la conciencia trasciende a sí misma, se supera continuamente hacia el mundo de las cosas. Pero el mundo, a pesar de ser el soporte de la actividad intencional de la conciencia, no es reductible a ésta: es lo otro para la conciencia, es la realidad de las cosas y los hechos, realidad maciza y opaca, dada, gratuita.  El mundo es absurdo e injustificable: está ahí, pero podría no estar porque nada lo explica; es contingente, pero sin embargo esta allí, existe.  O mejor dicho existe, en el lenguaje sartriano, o sea emerge, asomándose a la conciencia.

Lo mismo vale para el ser humano: es contingente, está destinado a morir, podría no estar, pero no obstante existe, está allí, arrojado en el mundo sin haberlo elegido, en-situación, en un tiempo dado y en un lugar dado, con ese determinado cuerpo y en esa determinada sociedad, interrogándose “bajo un cielo vacío”.  Y la náusea es entonces esa sensación de radical desasosiego que la conciencia registra frente a lo absurdo y a la contingencia de todo lo que existe, luego de haber puesto en crisis, o suspendido según el lenguaje de Husserl, los significados y los valores habituales.

En El ser y la nada (1943), la conciencia es descrita en lacerante tensión con el mundo que la rodea (el ser) con el que se encuentra necesariamente en relación, pero con el cual no se siente jamás en armonía completa. La conciencia, que es libertad absoluta de crear los significados de las cosas, de las situaciones particulares y del mundo en general, está siempre obligada a elegir, a discriminar la realidad. Por su propia constitución, ella contiene en sí misma a la nada en cuanto continuamente niega, anula lo existente, proyectándose más allá de lo que ya está dado, de lo que ya está hecho, creando nuevos proyectos, nuevas posibilidades.

En esta tarea de incesante proyección y de auto-proyección que anula y reconstruye el mundo, el hombre es, por esencia, sus propias posibilidades; su existencia está de continuo puesta en juego por sus elecciones, proyectos y actos.  Por lo tanto, lo que caracteriza a la realidad humana no es una esencia pre constituida, sino precisamente el existir, con un incesante preguntarse sobre sí misma y sobre el mundo, con su libertad de elegir y elegirse, con su proyección hacia el futuro, con su ser siempre más allá de sí misma.
Pero es justamente la libertad de elegir, esta libertad absoluta que es la esencia misma de la conciencia, la que genera angustia. En El ser y la nada, siguiendo tanto a Kierkegaard y como a Heidegger, Sartre define a la angustia como la sensación de vértigo que invade al hombre cuando éste descubre su libertad y se da cuenta de ser el único responsable de las propias decisiones y acciones.  A diferencia del miedo, que se refiere siempre a un objeto, la angustia no tiene referencia precisa, sino que es más bien “miedo a tener miedo” o, como decía Kierkegaard, es “temor y temblor” frente a la indeterminación y a la complejidad de las alternativas de elección que se presentan en la existencia.  Es el modo de ser no-auténtico de los burgueses descritos despiadadamente algunos años antes en la novela La náusea (1938) y en la colección de cuentos El muro (1939).

Pero la conciencia, que es el fundamento de todo, por su propia contingencia no puede encontrar justificación para sí ni en el mundo ni en sí misma. En la conciencia se presenta entonces una dualidad –ineludible en cuanto constitutiva– que deja entrever un fondo indescifrable, de no-trasparencia: aun siendo libertad para crear nuevos posibles, libertad de dar significado al mundo, la conciencia no puede jamás conformar un significado definitivo, no puede jamás llegar a la cristalización de un valor.

En síntesis, para el Sartre de El ser y la nada la esencia de la conciencia humana está en el intento permanentemente frustrado de auto fundarse, de anclarse.  Pero ésta es una “fatiga de Sísifo”, como dirá Camus, un perpetuo hacer y deshacer, un compromiso que es necesario asumir pero para el cual no ha sido prevista ni recompensa ni esperanza alguna, y al que la muerte, como hecho extremo, pone fin abruptamente. 

Fue así que, en el nuevo clima de post-guerra y en la confrontación con el marxismo, Sartre se esforzó por reelaborar su existencialismo, enfatizando principalmente los aspectos éticos y las implicancias intersubjetivas y políticas.  El existencialismo se reformula como doctrina humanista, en cuyo centro están el hombre y su libertad, pero además invoca el compromiso militante en la sociedad y la lucha contra toda forma de opresión y alienación.

Una doctrina así estructurada debía servir como base para la construcción de una nueva fuerza política, para la apertura de una “tercera vía” entre el partido católico y el comunista.  El marxismo, sobre todo en su versión leninista, era considerado por Sartre como totalmente carente de una visión coherente del hombre y de una teoría del sujeto agente. 

Es entonces con esta intención que Sartre publicó, en el año 1946, El existencialismo es un humanismo.  Este ensayo es una versión levemente modificada del texto integral de la conferencia que había dado un año antes en el Club Maintenant en París.

La conferencia había tenido el objetivo inmediato de responder a las acusaciones y a los malentendidos que circulaban con respecto al existencialismo en los ambientes de derecha y de izquierda.  Los adversarios de izquierda lo describían como una teoría decadente, un típico producto del idealismo pequeño-burgués que conducía al inmovilismo y a la resignación, y que, en su miope subjetivismo, no tomaba en cuenta los verdaderos factores de opresión que actúan sobre el ser humano real, o sea las diversas formas de dominio económico-social ejercidas por la sociedad capitalista.

Después de estos comentarios, necesarios para entender el cuadro filosófico-político en que Sartre se movía, veamos cómo él mismo presenta y defiende la tesis de que el existencialismo es un humanismo: «Trataré hoy de responder a todas estas críticas dispares y es por ello que he titulado esta breve exposición “El existencialismo es un humanismo”.  Muchos se maravillarán de que aquí se hable de humanismo.  Veremos en qué sentido lo entendemos como tal.  En todo caso podemos ya decir que entendemos por existencialismo una doctrina que hace posible la vida humana y que, por otra parte, declara que toda verdad y toda acción implican tanto un ambiente como una subjetividad humana».[2]

Toda teoría que considere al hombre fuera del momento en el cual él se alcanza a sí mismo, es antes que nada, una teoría que suprime la verdad, porque fuera del “cogito” cartesiano todos los objetos son solamente probables; y una doctrina de probabilidad que no esté sostenida por una verdad se hunde en la nada.  Para describir lo probable es preciso poseer lo verdadero.  Entonces, para que exista una verdad cualquiera, necesitamos una verdad absoluta; y ésta es simple, fácil de lograr, puede ser entendida por todos y consiste en aprehenderse a sí mismo sin intermediarios.  Además, esta teoría es la única que da una dignidad al hombre, es la única que no hace de él un objeto».[3]

Pero a diferencia de lo que ocurre en la filosofía cartesiana, para Sartre el yo pienso remite directamente al mundo, a los otros seres humanos. Continúa Sartre: «De esta manera, el hombre que se aprehende a sí mismo directamente con el “cógito” descubre también a todos los demás, y los descubre como condición de su propia existencia.  Él cae en cuenta de que no puede ser nada (en el sentido en que se dice que alguien es simpático, malo, o celoso) si los otros no lo reconocen como tal.  El otro es tan indispensable para mi existencia como para el conocimiento que yo tengo de mí.  En estas condiciones el descubrimiento de mi intimidad me revela, al mismo tiempo, al otro como una libertad colocada frente a mí, la cual piensa y quiere solamente para mí o contra mí.  Así descubrimos inmediatamente un mundo que llamaremos la inter-subjetividad, y es en este mundo que el hombre decide sobre lo que él es y sobre lo que los otros son».[4]

Luego Sartre pasa a definir lo que es el hombre para el existencialismo.  Todos los existencialistas de distinta extracción, ya sea cristiana o atea, incluso Heidegger, para Sartre concuerdan en esto: que en el ser humano la existencia precede a la esencia.  Para aclarar este punto, Sartre da el siguiente ejemplo: «Cuando se considera un objeto fabricado, como por ejemplo un libro o un cortapapel, se sabe que tal objeto es obra de un artesano que se ha inspirado en un concepto.  El artesano se ha referido al concepto de cortapapel y, al mismo tiempo, a una técnica de producción preliminar que es parte del concepto mismo y que en el fondo es una “receta”.  Por lo tanto el cortapapel es por un lado un objeto que se fabrica de una determinada manera y, por otro, algo que tiene una utilidad bien definida... Por lo que concierne al cortapapel, diremos entonces que la esencia –o sea, el conjunto de los conocimientos técnicos y de las cualidades que permiten su fabricación y su definición– precede a la existencia...».

Así, dice Sartre, en la religión cristiana, sobre la cual se ha formado el pensamiento europeo, el Dios creador es concebido como un sumo artesano, que crea al hombre inspirándose en una determinada concepción, la esencia del hombre, tal como el artesano común fabrica el cortapapel.  En el Setecientos, la filosofía atea ha eliminado la noción de Dios, pero no la idea de que la esencia del hombre precede a su existencia.  Según tal concepción, dice Sartre, «...esta naturaleza, o sea el concepto de hombre, se encuentra en todos los hombres, lo que significa que cada hombre es un ejemplo particular de un concepto universal: el hombre».

Y más adelante precisa: «...el hombre no es de otro modo más que como él mismo se hace.  Este es el primer principio del existencialismo.  Y es también aquello que se llama subjetividad y que se nos reprocha con este mismo término.  Pero, ¿qué queremos decir nosotros con esto, sino que el hombre tiene una dignidad más grande que la piedra o la mesa? Nosotros queremos decir que el hombre en primer lugar existe, o sea que él es en primer lugar aquello que se lanza hacia un porvenir y aquello que tiene conciencia de proyectarse hacia el porvenir.  El hombre es, al comienzo, un proyecto que se vive a sí mismo subjetivamente;...nada existe antes de este proyecto;...el hombre, ante todo, será  aquello que habrá proyectado ser». [8]

Por lo tanto, el hombre no tiene una esencia determinada; su esencia se construye en la existencia, primero como proyecto y después a través de sus acciones.  El hombre es libre de ser lo que quiera,  pero en este proceso de autoformación, no tiene a disposición reglas morales que lo guíen.

Refiriéndose a uno de los inspiradores del existencialismo, Dostoievski, Sartre afirma: «Dostoievski ha escrito: 'Si Dios no existe, todo está permitido'.  He aquí el punto de partida del existencialismo.  Efectivamente todo es lícito si Dios no existe, y como consecuencia el hombre está “abandonado” porque no encuentra en sí ni fuera de sí la posibilidad de anclarse. Y sobre todo no encuentra excusas. Si verdaderamente la existencia precede a la esencia, no podrá jamás dar explicaciones refiriéndose a una naturaleza humana dada y fija; en otras palabras, no hay determinismo: el hombre es libre, el hombre es libertad».

Y continúa, «Por otra parte, si Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que puedan legitimizar nuestra conducta.  Así, no tenemos ni por detrás ni por delante, en el luminoso reino de los valores, justificaciones o excusas.  Estamos solos, sin excusas.  Situación que creo poder caracterizar diciendo que el hombre está condenado a ser libre.  Condenado porque no se ha creado a sí mismo, y no obstante libre porque, una vez lanzado al mundo, es responsable de todo lo que hace».[9]  «El hombre, sin apoyo ni ayuda, está condenado en todo momento a inventar al hombre».

El abandono y la elección van junto con la angustia.  Hay que decir que Sartre, en el intento de recalificar al existencialismo como un humanismo, se ha visto obligado a revisar este punto, dándole una distinta función al concepto de angustia, que tanta importancia tenía en su filosofía precedente.  En El ser y la nada, Sartre había descrito la angustia como la sensación de vértigo que el hombre experimenta cuando reconoce que es libre y que debe asumir la responsabilidad de sus elecciones. En El existencialismo es un humanismo, el significado de angustia se traslada del ámbito subjetivo al intersubjetivo.  La angustia pasa a ser entonces el sentimiento de “aplastante responsabilidad” que acompaña una elección que se reconoce no sólo como individual, sino que involucra a otros seres humanos, o aún a la humanidad toda cuando se trata de decisiones muy importantes y radicales.

Elegir ser esto en lugar de aquello es afirmar, al mismo tiempo, el valor de nuestra elección, ya que no podemos jamás elegir el mal; lo que elegimos es siempre el bien y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para todos».

Sobre estas bases Sartre construye su ética social de la libertad: «...Cuando en un plano de total autenticidad, yo he reconocido que el hombre es un ser en el cual la esencia está precedida por la existencia, que es un ser libre que sólo puede querer, en circunstancias diversas, la propia libertad, he reconocido al mismo tiempo que yo sólo puedo querer la libertad de los otros».

Esta ética de Sartre no se funda sobre el objeto elegido, sino sobre la autenticidad de la elección.  A diferencia de cuanto afirmaba en El ser y la nada, ahora, para Sartre no todos los comportamientos son igualmente carentes de sentido.  No obstante él reafirme que para actuar no es necesario tener esperanza,  la acción no es necesariamente gratuita, absurda o infundada.    Este juicio moral se basa en el reconocimiento de la libertad (propia y de los otros) y de la mala fe.  Veamos cómo lo explica Sartre ahora: «Se puede juzgar a un hombre diciendo que está en mala fe.  Si hemos definido la condición del hombre como libre elección, sin excusas y sin ayuda, quien se refugie detrás de la excusa de sus pasiones, quien invente un determinismo, es un hombre en mala fe. Esta conexión entre la trascendencia como constitutiva del hombre (no en el sentido que se da a la palabra cuando se dice que Dios es trascendente, sino en el sentido del ir más allá) y la subjetividad (en el sentido de que el hombre no está encerrado en sí mismo, sino que está siempre presente en un universo humano) es lo que nosotros llamamos humanismo existencialista.  Humanismo porque le hacemos recordar al hombre que él es el único legislador y que precisamente en el abandono él decidirá sobre sí mismo; y porque nosotros mostramos que, no dirigiéndose hacia sí mismo, sino buscando siempre fuera de sí un objetivo (que es aquella liberación, aquella actuación particular) el hombre se realizará precisamente como humano».[15]

Él mismo admitió que las antítesis radicales de El Ser y la nada le habían sido impuestas por el clima de la guerra, en el cual no parecía posible otra alternativa que aquella entre ser con o ser contra. 
Aun con esta definición más restringida, Sartre no abandona el tema central de toda su filosofía: que la libertad es constitutiva de la conciencia humana.  Y aun en los años Setenta, discutiendo con los gauchistes de la revuelta estudiantil del ‘68, Sartre –ya casi ciego– reafirma que los hombres no son jamás totalmente identificables con sus condicionamientos, que la alienación es posible precisamente porque el hombre es libre, porque no es una cosa.

Éste es, en rápida síntesis, el camino filosófico recorrido por Sartre.  Camino sufrido, lleno de cambios y autocríticas, pero siempre “dentro de una cierta permanencia”.  Sartre debió continuamente responder a los ataques de los burgueses ‘de bien’, de los católicos y de los marxistas, pero las críticas más profundas y radicales al intento de dar una formulación humanista a su filosofía, las recibió de Heidegger, es decir, de aquél que había sido el inspirador de varios aspectos de su existencialismo.

2.2.4 EL PERSONALISMO PSICOLÓGICO

El personalismo es una corriente filosófica que pone el énfasis en la persona. Considera al hombre como un ser subsistente y autónomo, esencialmente social y comunitario, un ser libre, trascendente y con un valor en sí mismo que le impide convertirse en un mero objeto. Un ser moral, capaz de amar, de actuar en función de una actualización de sus potencias y finalmente de definirse a sí mismo considerando siempre la naturaleza que le determina.




 ORIGENES

 El personalismo como corriente de pensamiento tiene lugar dentro de un medio rodeado por diversas ideologías propias de la situación política que el mundo atravesaba durante la primera mitad del siglo XX.

 El capitalismo por su parte proclamaba la libertad del individuo y su derecho a la propiedad privada pero después no establecía mecanismos solidarios entre los sujetos. En respuesta al capitalismo, el marxismo como ideología de gran popularidad en el viejo mundo ofrecía un enfrentamiento con el opresor a través de la lucha de clases para reapropiarse de los medios de producción que habían usurpado los explotadores.
Junto al marxismo aparecieron dos movimientos totalitarios con una concepción de la persona muy particular. El nazismo por un lado, propugnaba la supremacía de la raza aria sobre todas las demás y de ahí deducía su derecho a dominar sobre todos los pueblos. El fascismo por otro lado, definía al hombre como un momento o manifestación concreta que adopta un Espíritu absoluto que permanece y al que tiene que ponerse a su servicio.

PRECURSORES

 Emmanuel Kant
A Kant se le considera precursor del Personalismo por sus aportes en torno a la concepción de persona como valor absoluto, distinguiéndola radicalmente de las cosas u objetos. Estas intuiciones han servido para colocar cimientos a la propuesta filosófica y cultural del Personalismo.

Para Kant (1724-1804), a finales del s. XVIII y después de la Revolución francesa, la jerarquía epistemológica se ha invertido. Hay una primacía de la ética sobre la política, en consonancia con una revalorización de la persona, entendida siempre como un fin en sí misma, frente al conjunto de las cosas, no más que meros medios disponibles para la persona (cabe destacar que la forma más digna de referirnos al ser humano, persona, en lenguas latinas se declina en femenino).
Está claro que el individualismo de la antropología kantiana o la de J.S.Mill (1806-1873) no es posesivo, como el de Hobbes o Locke. Además, siguiendo a Kant, la escuela de Fráncfort y otras ofrecieron un modo de contractualismo que admite una pluralidad de derechos y deberes que benefician al conjunto de la humanidad. Mas en el momento en que superan el afán posesivo, se aproximan al Personalismo, como ocurre con la segunda formulación del imperativo kantiano: “considera a tu propia persona y a la de los demás siempre como un fin, nunca sólo como un medio”.

Con esta formulación Kant aporta al Personalismo una intuición fundamental, que será la base de los planteamientos de algunos autores posteriores. A través de esta fórmula del imperativo categórico, Kant no hace otra cosa, que colocar a la persona como centro de la reflexión.
Jacques Maritain
Maritain es considerado generalmente como uno de los representantes contemporáneos del tomismo y personalismo comunitario, pues fue el primero que desarrollo técnicamente algunos temas personalistas, además de inventar parte de la terminología e influir de este modo en Emmanuel Mounier, y éste es sin duda la fuente principal de su pensamiento. Su idea central parece ser la consideración del ser humano, esencialmente, como un ser de carencias: como "el más desprotegido de todos los animales". No es una idea enteramente suya, pues con distintos matices se encuentra en buena parte de la antropología contemporánea. Sí que le pertenece el desarrollo de carácter trascendente que nace de dicha idea.


Emmanuel Mounier
 La filosofía de Mounier afirma que el individuo es la dispersión de la persona en la materia, dispersión y avaricia. Afirma que la persona no crece más que purificándose del individuo que hay en ella, la persona llega a reivindicarse como ser concreto y por ello relacional y comunicativo, es decir, comunitario. En plena posesión de una dialéctica existencial, el personalismo aislado como unidad teniendo en cuenta la humanidad como referencia máxima con la cual cotejar, centra sus esperanzas en el término lingüístico persona

Sobre la persona
“Una persona es un ser espiritual constituido como tal por una manera de subsistencia; mantiene esta subsistencia por su adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, asimilados y vividos por un compromiso responsable y una conversión constante: unifica así toda su actividad en la libertad y desarrolla, por añadidura, a impulsos de actos creadores la singularidad de su vocación”.

El hombre es todo cuerpo, pero también, es todo espíritu. Esta última noción restaura la dignidad inherente que Sartre rechaza, mientras combate la convicción de Marx, de que el hombre es únicamente cuerpo. El hombre no puede existir sin el cuerpo, ciertamente, pero es el reconocimiento de su espíritu el que completa la antropología que Marx rechaza.

Mounier utiliza la expresión de "existencia encarnada" para connotar la unidad entre cuerpo y espíritu. Es el espíritu el que nutre el pensamiento y el cuerpo quien lleva el pensamiento a la expresión: "No puedo pensar sin ser, y no puedo ser sin mi cuerpo, el cual es mi exposición a mí mismo, al mundo, a todos los demás. A través de él solamente puedo escapar la soledad de un pensamiento que sería solamente un pensamiento acerca del pensamiento." En resumen, la existencia objetiva del cuerpo, combinada con las experiencias subjetivas del espíritu, actualizan a la persona.

2.3 HUMANISMO Y DEBATE DE LA MODERNIDAD

2.3.1 EL PENSAMIENTO MODERNO  

En el pensamiento moderno es un lugar común relacionar de manera estrecha el Humanismo con la Declaración de Derechos Humanos. Es decir, las sociedades democráticas modernas se hacen eco de los grandes pensadores de la libertad de pensamiento, como Locke, Rousseau, Kant hasta Rawls, los cuales no conciben una sociedad justa sin el respeto a la libertad y a los derechos fundamentales del hombre. No obstante, el concepto de “Humanismo” surge en un contexto histórico totalmente diferente, en el Renacimiento; el humanismo se desarrolla de manera excepcional en la Academia florentina con Ficino, Pico della Mirandola y otros autores.

El concepto de Humanismo en el Renacimiento no es totalmente ajeno al pensamiento actual; sin embargo, lo que más choca al hombre democrático de nuestro tiempo es la estrecha relación que existía en el Renacimiento entre el humanismo y los estudios literarios. La Ilustración continúa el antropocentrismo renacentista, pero, a partir de Descartes, se produce una separación radical entre el hombre y la naturaleza que dará lugar a la aparición del sujeto como nueva figura de la modernidad.

La modernidad surge culturalmente con la irrupción del humanismo y filosóficamente con la venida de la subjetividad. A lo largo de su admirable Individuo y cosmos en la filosofía del Renacimiento, Cassirer se dedica a mostrar cómo la revolución cartesiana, que confirma “la costumbre de situar en el Cogito cartesiano el comienzo de la filosofía moderna”, ha sido preparada por las diversas corrientes humanistas de la filosofía del Renacimiento.

Los eruditos renacentistas comenzaron a emplear el término humanidades (studia humanitatis) El término, tomado de Cicerón y de otros autores antiguos, fue adoptado por Salutati y por Bruni y terminó por significar los campos de la gramática, la retórica, la poesía, la historia y la filosofía moral.

El humanismo contemporáneo se enfrenta principalmente con el problema del Historicismo, es decir, con la muerte de todos los valores, incluidos los derechos humanos, en el momento en que la historia se convierte en todo real a partir de Hegel, y destruye el ámbito de los valores intemporales y eternos.

Según Strauss, el Derecho natural ha sido superado y destruido por la Historia, pero este autor también sostiene que es posible volver a los antiguos para recuperar y fundamentar el derecho natural que ha sido sepultado y destruido por el concepto de “historia” de los modernos. Para lo antiguos, la naturaleza es la fuente objetiva y trascendente de todos los valores, mientras que los modernos instauran un antropocentrismo que desplaza la objetividad natural por
la subjetividad humana, que destruye todo posible fundamento universal y trascendente del Derecho natural. Alain Renaut y Luc Ferry sostienen que es posible defender el humanismo, es decir, los valores humanos eternos e inmutables como esfera independiente de los hechos históricos, pero también como una conquista absoluta de la historia de la humanidad, mas, a diferencia de Leo Strauss y (de Villey), sin necesidad de recurrir a los antiguos. El humanismo, según la tesis de Alain Renaut y Luc Ferry, es un producto exclusivo del mundo moderno.

Leo Strauss, considera que la modernidad se define a partir de la nueva figura del sujeto. Sostiene que la crítica de la modernidad tiene como principal objetivo superar la metafísica de la subjetividad; por consiguiente, superar el humanismo es considerado como un paso necesario para superar los males de la modernidad, como los colonialismos y los totalitarismos.

Según Strauss el historicismo sostiene que todo pensamiento humano es histórico y en consecuencia incapaz de aprehender nada que sea eterno.

La modernidad surge del humanismo, y por otra, desemboca en los totalitarismos, es muy tentador identificar los totalitarismos modernos con las ilusiones del sujeto y del humanismo. Este argumento anti humanista ha recibido merecidas críticas por parte de los defensores de los Derechos humanos, pues rechazar el humanismo implica, renunciar a los derechos del hombre como uno de los logros más importantes e irrenunciables de la modernidad.

El humanismo constituye la figura inaugural de la modernidad tal como lo demuestra Alain Renaut: “Ciertamente el individuo queda como una figura del sujeto; en este sentido hay que insistir en que son necesarias, para que se pueda desarrollar el individualismo, condiciones que son las de la modernidad, a saber, la instalación del hombre como “valor propio” en un mundo no intrínsecamente jerarquizado.” La tesis de Renaut, por tanto, afirma que el individualismo moderno surge del humanismo. Este individualismo, que se define como una de las posibilidades lógicas del humanismo, al final termina destruyendo los fundamentos del humanismo, es decir, renuncia a los valores que trascienden al individuo provocando la crisis insuperable del sujeto.

Los primeros en combatir directamente las ideas humanistas fueron los  conservadores y los reaccionarios del siglo XVIII y XIX, que se opusieron a la declaración de los derechos humanos (libertad, igualdad y fraternidad) proclamados en la Revolución francesa de 1789. La libertad de los modernos, que culmina con las grandes revoluciones en el siglo XVIII y XIX, desemboca en el individualismo que destruye la unidad de la sociedad, y, consecuentemente, los conservadores que se oponen a la revolución ya no reivindican únicamente los valores de la tradición divina y religiosa, sino también y sobre todo los valores sociales frente a los valores individuales.

Los conservadores defienden el sometimiento y la obediencia a un poder superior a las voluntades individuales, pero, a falta del fundamento divino, recurren a otra forma de exterioridad: la sociedad.

Los conservadores se oponen a la libertad de los modernos, y, por tanto, a los  valores de la modernidad como la libertad y la igualdad. El humanismo defiende la idea de libertad contra cualquier poder trascendente que impida al hombre liberarse de las ataduras de la tradición y de la naturaleza. La oposición de la razón contra la tradición define el paso hacia las sociedades liberales y democráticas: “La esencia de las sociedades modernas, como lo habían percibido Constant y Tocqueville, consiste en la y al relativismo. El individuo narcisista no afirma la autonomía sino su derecho a la diferencia.

Lo propio de la modernidad consiste precisamente en la manera en que el sujeto, a pesar de no disponer de una libertad absoluta para crear sus normas, sin embargo, reconoce su derecho soberano a someter las normas a un libre examen y, en ese momento del examen crítico, se coloca y se piensa a sí mismo como el fundamento último de la argumentación por la cual las legitima o las recusa”.

El humanismo parece a primera vista confundirse con la postura individualista, mas los humanistas no pierden de vista, a diferencia del individualismo, la dimensión social de la discusión democrática en torno a las normas de la razón.

El humanismo, por tanto, concuerda con el individualismo en el fundamento subjetivo de las normas, aunque no se detiene en la libertad de elección, sino que pretende fundamentar la libertad del sujeto individual en leyes que no sólo sean válidas para él sino también para los demás, y desde este punto de vista, el humanismo aspira a leyes racionales con valor universal, que puedan además someterse al examen crítico de la subjetividad. La autonomía se fundamenta en la subjetividad y en la universalidad, y renunciar a cualquier de las dos implica renunciar al humanismo tal como ha sido constituido desde Montaigne hasta Kant.

¿Qué es el humanismo? El Humanismo desde el Renacimiento ha permitido pensar al hombre como dueño de su propio destino. Esta es la tesis que defiende T. Todovov en su obra El Jardín Imperfecto.
La época moderna, desde el Renacimiento hasta la época de las Luces, consistió en defender la libertad humana contra toda autoridad externa basada en la verdad revelada y los dogmas de la tradición. La Ilustración, que combate la separación cristiana entre la razón y la naturaleza, propone como principio unificador entre la naturaleza y la razón no al Dios todopoderoso de la creación, sino al hombre dotado de razón y de sensibilidad. El racionalismo metafísico del siglo XVII preparó el terreno para el surgimiento de la Época Moderna, al defender la separación entre la razón humana y la tradición o la verdad revelada, por una parte, y entre el espíritu humano y la naturaleza, por otra parte. No obstante, fue la Ilustración del siglo XVIII la que culmina la historia moderna, que se inicia en el Renacimiento y la Reforma, al fundamentar los valores del humanismo (la libertad, la sociedad y el yo) no en la naturaleza (de los antiguos), ni en el Dios (de los cristianos), sino en el hombre mismo que es libre para decidir y tomar partido en su propio destino.

En Francia destacan tres pensadores humanistas que aparecen en tres momentos cruciales de la historia: Montaigne en el Renacimiento, Rousseau en el siglo de las Luces y Benjamin Constant en las postrimerías de la revolución. En su obra Nosotros y los otros, Todorov propone el espíritu de moderación de Montesquieu como paradigma del pensamiento humanista. El humanismo que propone Todorov a partir de estos autores se sitúa entre dos posturas antagónicas, que, sin embargo, reflejan el mismo componente antihumanista: 1) el hombre es impotente para decidir su propio destino, como sostienen San Agustin y Pascal, a consecuencia del pecado original (lo cual explica la necesidad de recurrir a la gracia divina) y, por otra parte, el hombre es omnipotente para lograr por si mismo todo lo que se propone, como se deduce de la versión orgullosa del humanismo de Descartes, que convierte al hombre en dueño y señor de la naturaleza.

El pensamiento humanista, según Todorov, se basa en tres principios: La autonomía del yo, la finalidad del tu y la universalidad de los ellos. La libertad corresponde a la autonomía del yo, la igualdad corresponde a la unidad del género humano (la universalidad del ellos) y la fraternidad hace referencia a la finalidad del tú (el amor y la amistad). Según Todorov, el humanismo se basa en estos principios, y donde falte alguno de ellos no se cumple los requisitos del pensamiento humanista.

Continúa diciendo que las tres ideologías modernas que se oponen al humanismo son: el individualismo, el conservadurismo y el cientificismo.

Lo que distingue al humanismo de las demás ideologías modernas (el Individualismo, el conservadurismo y el cientificismo) es precisamente su rechazo de que haya un valor absoluto que se imponga sobre los demás valores y, por tanto, su defensa de la pluralidad de valores como condición necesaria de la libertad. El humanismo defiende la libertad de los individuos, la sociedad de los conservadores y la universalidad de los cientifistas. Pero se distingue de los individualistas, conservadores y cientifistas por negarse a identificar al hombre con uno de estos valores (la libertad, la sociedad y la ciencia), mientras que intenta buscar un equilibrio entre los distintos valores para impedir que uno solo de ellos se imponga sobre los demás.

Lo que define y distingue el humanismo no son los valores que defiende, sino la
Moderación con que afirma los distintos valores. Para el humanista, lo esencial no es lo que el hombre aprueba o desaprueba, sino el hecho de que nada ni nadie debe interferir en su libre elección de valores. Además, el humanismo incluye la idea de responsabilidad, según la cual el hombre es responsable de sus actos, lo cual supone una limitación racional de la libertad. Esta limitación de la libertad a través de la ley de la razón es una conquista de la Ilustración, que, a diferencia del humanismo renacentista de Pico, no concibe la libertad sin ley. La libertad desde este punto de vista no se limita a la liberación del individuo de las normas de la tradición o de la naturaleza, sino que también hace referencia, a partir de Rousseau y Kant, al acto por el cual el hombre se autodetermina a través de la razón.

Todorov considera a Montaigne el verdadero comienzo del pensamiento humanista en el mundo moderno, sin descartar la figura precursora de Pico della Mirandola en el Renacimiento. La diferencia entre Montaigne y Pico de la Mirandola remite a las dos vertientes del humanismo que ya hemos mencionado: por una parte el humanismo orgulloso de Pico della Mirandola, continuada por Descartes y Voltaire, y el humanismo más realista y humilde de Montaigne, seguido por Rousseau y Montesquieu. (El caso de Descartes es ambiguo, pues en el ámbito del conocimiento defiende que la razón es omnipotente, sin embargo, en el ámbito de la moral decide seguir las pautas de la costumbre, en la línea de Montaigne). El humanismo de los ilustrados “orgullosos” defiende el poder de la razón para alcanzar por si misma la felicidad y el ideal en este mundo, mientras que los humanistas menos soberbios como Montaigne y Rousseau, e inclusive Kant, defienden los límites de la razón humana frente al humanismo orgulloso cuyo precursor fue Pico della Mirandola en el Renacimiento.

Pico della Mirandola define al hombre como ser universal y singular: el hombre es universal porque puede situarse en cualquier lugar que desee del universo y, por otra parte, es singular, porque es el único ser de la creación que es capaz de dicha hazaña, que consiste en poder elegir el lugar donde desea ocupar en la naturaleza. La formula que mejor resume esta universalidad y singularidad del hombre consiste en afirmar que el hombre es el único ser de la creación que puede llegar a ser todas las cosas. Este es el concepto de libertad que Pico della Mirandola lega al pensamiento moderno: el hombre puede con su libertad llegar a ser todas las cosas. Pero junto a esta idea se suma que el hombre tiene la tarea de hacerse a sí mismo, dado que su naturaleza es incompleta e imperfecta, es decir, de construirse a sí mismo y de convertirse en su propio hacedor.

Ante la experiencia de la diversidad humana, algunos pensadores humanistas como Montaigne y Rousseau, deciden retirarse en la soledad de sus pensamientos como forma de preservar la independencia y libertad de sus ideas. Sin embargo, el verdadero humanismo de la Ilustración se manifiesta en el intento de conciliar las ideas universales del hombre ilustrado con la diversidad humana. El principal remedio frente a la diversidad desde Locke, Voltaire, Stuart Mill y otros autores, es la idea de Tolerancia.

La tolerancia empieza siendo tolerancia religiosa. Locke, en su Carta sobre la Tolerancia, realiza un alegato a favor de la libertad religiosa, argumentando que nadie posee la verdad religiosa y que en cuestiones de fe el Estado debe mantenerse neutral y no intervenir en asuntos religiosos que sólo incumben al individuo.

La defensa de la tolerancia de Locke tiene como objetivo combatir fundamentalmente la intolerancia y el fanatismo religioso, lo cual redunda en el reconocimiento de la libertad individual y en la convivencia pacífica de los hombres racionales. Dos siglos después de la Carta sobre la tolerancia de Locke, John Stuart Mill publica su breve tratado Sobre la libertad. Tanto Locke como Mill parten de dos convicciones: 1) la convicción de que la verdad total no la posee nadie; 2) y el deber del respeto mutuo que deriva del reconocimiento de una igualdad fundamental de todos los hombres. La libertad de pensamiento constituye una de las premisas del pensamiento humanista moderno, y el ideal de tolerancia de la Ilustración tiene como objetivo preservar dicha libertad individual. La tolerancia se convierte en una virtud del individuo privado que contribuye a la convivencia pacífica entre los hombres. La tolerancia es una garantía de la autonomía individual, pero no garantiza por sí misma la autonomía de los pueblos. La tolerancia es una virtud privada que tiene como objeto la defensa de la libertad individual, pero no es una virtud que promueva por sí misma los valores comunitarios, sino que inclina al hombre a encerrarse en su vida privada.

Tampoco la tolerancia por si sola puede regular las sociedades democráticas, pues tiene sus límites insuperables: no se puede tolerar a aquellos que son intolerantes y que atentan contra los derechos humanos fundamentales.

Ni los valores sociales, ni con el conservadurismo que se opone a las transformaciones de las sociedades modernas que buscan su propio bien a través de la capacidad humana de perfeccionarse a sí mismas; La sociabilidad del hombre no se opone a la libertad individual, ni la perfectibilidad del hombre se opone a la defensa de un mundo humano compartido. La disputa entre liberales y comunitaristas no corresponde exactamente al dilema del humanismo de acuerdo al pensamiento moderno.


2.3.2 La Crisis de la Modernidad

El humanismo tradicional ha visto "lo esencial humano" en la vida racional del hombre expresada en todas las dimensiones de la misma (intelectual, valorativa, moral, emocional, estética, social y política). Lo esencial del hombre (lo que lo especifica y lo distingue de los animales) es la razón, el lógos.
Pero he aquí que, en la modernidad, la razón ha entrado en crisis (y, con ella, el humanismo). Esta crisis de la razón comenzó en el s, XVII, con un empirismo radical que la negaba en sus productos más típicos (ideas universales, principios morales absolutos, conocimiento y existencia de las nociones metafísicas -esencia, substancia, causa, fin último, etc.-). En el s. XVIII, la filosofía de Kant vino a reforzar esta postura, que se consumó en el s. XIX con el positivismo y el materialismo. Todo ello ha llevado al neopositivismo del s. XX, que ha propiciado el actual postmodernismo, con su pensamiento "flojo", poco amigo del razonamiento riguroso.
Este empirismo, negador de todo asomo de racionalismo, ha tenido dos consecuencias para el pensamiento: 1) el prescindir de todo el ámbito metafísico o de principios racionales, con lo cual hoy día ya no se habla de ideales universales, de la razón de ser de las cosas, de normas morales absolutas, de la noción de verdad, del sentido del mundo, del fin último del hombre, etc.; 2) la pérdida de la noción de naturaleza (o esencia de las cosas) y, por consiguiente, de la noción de "naturaleza humana", con lo cual se desvanecen conceptos tales como la "ley natural", la "moral natural" y el "derecho natural" (en la ciencia jurídica, el iusnaturalismo es substituido por el positivismo jurídico).
Este movimiento intelectual ha cambiado el concepto de hombre y ha asestado un duro golpe al humanismo tradicional. No es que éste desaparezca totalmente, pues quedan algunos aspectos suyos (amor al saber, esteticismo, interdisciplinariedad) que no se ven afectados por la moda empirista; pero sí han quedado afectados los rasgos más hondos del humanismo, como son la eticidad, la trascendencia del conocimiento, los principios racionales absolutos, el fin último del hombre y otros atributos esenciales de la naturaleza humana.
Ante este hecho, otros síntomas de pérdida de humanismo, como es la menor relevancia atribuida al conocimiento y estudio de las Humanidades, no revisten tanta importancia. Pero la tienen también, porque significan una degradación de la estima en que se tienen unas piezas que son esenciales en la constitución de lo "humano".

2.3.3 Modernidad y Globalización

La prueba de cada civilización humana está en la especie de hombres y mujeres que en ella se produce. Pues bien, ¿qué tipo de hombres, mujeres y niños está produciendo la globalización y la posmodernidad en la civilización actual, cuando el capitalismo global pragmático y hedonista ha significado el aumento brutal de la frivolidad, la miseria y exclusión social? Verdaderamente, el hombre no se agota en la realización de los valores específicamente biológicos y más bien es un “ser vital capaz de espíritu”. De este modo, los fines del hombre como ser vital tiene que servir, en último término, al saber culto. Pero ahora el eje cultural de la globalización posmoderna no es ya la idea humanística del saber culto sino la idea postmoderna del saber divertido. ¡Esto es la agonía de Fausto!, el personaje goethiano que simboliza al hombre que conquista el mundo, pero que se pierde a sí mismo. La civilización moderna se consagró febrilmente a la investigación científica, la innovación tecnológica, el desarrollo económico, a mejorar las estructuras sociales y el Estado, pero olvidó lo fundamental: cómo transformar y revitalizar el ser humano.

 En el proceso de la actual globalización se pretende homogeneizar y eliminar las diferencias culturales, suprimiendo las identidades en aras de la ganancia. Es el Telos cultural de la globalización. Y esta reestructuración en vistas solamente del mercado ha generado un tipo de hombre presa de sus deseos más elementales, que se construye una moral a la carta, relativa y nihilista y que termina constituyendo el “hombre anético”. En el mundo globalizado, el nihilismo y el relativismo moral testifican, con toda honradez, que la vida carece de sentido, proclaman la era del vacío y la entronización de la sociedad de la transparencia, sin densidad espiritual. La supremacía de estos valores configura una atrofia en la conformación psíquica del hombre y representa un ideal cultural sin contrapeso espiritual.

La civilización tecnológica por sí misma es incapaz de fundamentar una región independiente de valores, necesita como contrapeso una cultura espiritual intensificada. De lo contrario, mutila al hombre de su vida interior, dejándolo inerme en medio de una sociedad de la sensación, de una sociedad transaccional sin valores, que reemplaza su capacidad creadora por su capacidad consumista de los medios tecnotrónicos a su alcance. El hombre anético es el hijo legítimo del predominio de la civilización tecnológica, de la cultura técnica sobre la cultura humanística. Por ello, la filosofía de la educación tiene ante sí la grave cuestión del Saber, que no es un problema puramente técnico y está en el corazón mismo de una reforma del hombre. La preocupación por la formación de una jerarquía de los saberes, abordada con profundidad por M. Scheler y J. Maritain, y de los grados del saber destinado a proporcionar un firme cimiento al orden intelectual es urgente para sustituir al desorden moderno. La distinción y complementación entre ciencia y sabiduría es necesaria para mostrar la unión indisoluble entre “filosofía teórica” y “filosofía práctica” y para devolver la unidad al espíritu humano.

 La crisis del hombre en la globalización va más allá de lo económico-político, hunde sus raíces en lo ético-moral. Pero la crisis moral encuentra su fundamento en una visión metafísica determinada. El actual neodogmatismo cientificista ultraliberal se basa justamente en la edificación de una sociedad transaccional sin valores superiores. Por ello, el hombre anético no es un hombre que carece de intersubjetividad sino que está dotado de una intersubjetividad débil, estrecha, marchita. Sí es un hombre moral pero no es un hombre ético, pues la moral puede ser relativa pero lo ético es universal. La cultura posmoderna es fundamentalmente la radicalización decadente del inmanentismo de la modernidad y el desarrollo consecuente del humanismo luciferino. Este relativismo moral de la cultura horizontal sin trascendencia imperante en la globalización ultraliberal, carece de la fuerza interior para resistir los embates de los propios males que engendra, haciendo que la propia sociedad transaccional sin valores encuentre difícil la entronización pacífica de la cultura del vacío.

Plantear un humanismo de síntesis que recupere la eterna vocación trascendente del hombre, no significa desplazar nuestra responsabilidad personal sobre los hombros de Dios o de la Naturaleza. Es necesario volver a los valores permanentes, pues el éxito material, el placer y el dinero no vuelven más humano ni digno al hombre. Al contrario, el hombre anético que pulula en nuestro tiempo, lleva desconsoladoramente una moral doble, hipócrita y de tartufo. Es indudable que es urgente para recuperar una espiritualidad de motivación interna, autocontrol, autodisciplina y autorrealización una revolución humana, la transformación interior del individuo, un nuevo humanismo, basado en un personalismo comunitario y en un ethos con sentido de interdependencia del hombre con el cosmos. Sin embargo, no basta con reclamar una ética Global la para la política y la economía global (H. Küng), si antes no se advierte con claridad el fundamento ontológico metafísico de la civilización en la que nos hallamos inmersos.

La crisis de la cultura globalizada y posmoderna hace necesario superar el materialismo y el vitalismo fáustico del hombre moderno por la idea pascaliana de Dios como amor y caridad, y unir naturaleza y espíritu en la idea agustiniana de la plenitud existencial (V. A. Belaunde), que lejos de volcarse en la Nada, percibe el ser divino que los trasciende. Es necesario volver a los valores permanentes, pues el éxito material, el placer y el dinero no vuelven más humano ni digno al hombre. La acción humana en el espacio y en el tiempo está siempre de camino a la eternidad (Blondel). La cultura moderna con su recorte de la realidad humana ha comprometido gravemente la importancia que tiene la madurez personal, todo se ha vuelto frívolo y superficial, y la regla es desconocer el valor formativo de la pobreza y del sufrimiento. Pero a medida que disminuye la necesidad de mano de obra y aumenta el peligro de la extinción del empleo por los progresos de la ciencia y de la técnica (V. Forrester), la llamada economía de la abundancia pierde sentido y se impone la necesidad de un salario ciudadano y la distribución de lo suficiente entre todos, el lujo se hará difícil y la pobreza relativa indispensable. Se trata de un cambio civilizacional inimaginable dentro de los marcos del capitalismo.


2.4 EL HUMANISMO Y LA FORMACIÓN DE VALORES
           
2.4.1 LA CONDICIÓN HUMANA

Sartre considera que no existe la o naturaleza humana. Esto quiere decir que en nosotros no encontramos unos rasgos fijos que determinen el ámbito de posi­bles comportamientos o el de posibles características que podamos tener. Para muchos autores esta afirmación es exagerada: por poner dos ejemplos muy distintos, desde las teorías religiosas se defiende que el hombre, todo hombre, tiene un alma y que ésta es precisamente su naturaleza; desde las teorías naturalistas como la de la biología se indica que nuestra constitución genética y biológica se realiza en lo fundamental del mismo modo en todos los hombres de todos los lugares y de todas las épocas. Sartre rechaza la existencia de una naturaleza espiritual o física que pueda determinar nuestro ser, nuestro destino, nuestra conducta. Estos límites son comunes a todos los hombres; es el marco general en el que invariablemente se desenvuelve la vida humana. Resume este marco básico de la vida humana en los puntos siguientes:


1. Estar arrojado en el mundo;
2. Tener que trabajar;
3. Vivir en medio de los demás;
4. Ser mortal.
             
Todo individuo, toda sociedad, se ha tenido que enfrentar a estos hechos inevitables y ha resuelto de distintos modos los problemas vitales a los que conducen. Con estos cuatro puntos Sartre se refiere a la inevitable sociabilidad humana, a la inevitable libertad en la que vive el hombre y a la inevitable indigencia material de nuestra existencia, indigencia que obliga al trabajo y a las distintas formas de organización social que sobre el trabajo se levantan. La existencia de la “condición humana” es lo que puede hacernos comprensibles los distintos momentos históricos y las vidas particulares; aunque los proyectos humanos sean distintos no nos son extraños porque todos son formas de enfrentarse a estos límites. En este sentido todo proyecto, por muy individual que parezca, tiene un valor universal: “hay universalidad en todo proyecto en el sentido de que todo proyecto es comprensible para todo hombre”.

2.4.2 EDUCACIÓN CON ENFOQUE HUMANISTA


Las transformaciones socioculturales originadas desde el último tercio del siglo XX han planteado desafíos a la educación. Someramente podríamos caracterizar estos cambios del siguiente modo:

1) La globalización y sus efectos, tanto positivos como negativos, ya que “la globalización, siendo portadora de innegables potencialidades que pueden favorecer la vida en la sociedad, no garantiza que el mundo futuro va a estar más unido políticamente, va a ser más equitativo económicamente, socialmente más solidario y culturalmente más rico”.

Entre los efectos deseables se halla la siempre anhelada búsqueda de comunicación universal para promover la paz, la solidaridad y el entendimiento. Entre los segundos, los enfrentamientos y las rivalidades (global-local) muchas veces relacionados con una globalización solo económica donde los seres humanos son considerados únicamente como “recursos” o “capital de inversión”.

2) El desarrollo de las tecnologías de comunicación e información que nos induce a referirnos a la sociedad del conocimiento o de la información como contexto global del accionar humano.
 El avance tecnológico en este sentido ha satisfecho el anhelo del siglo XIX de contar con la mayor información posible para solucionar los problemas sociales, culturales, económicos, políticos. Por eso nos preguntamos: ¿Tal vez a destiempo la tecnología nos ha dado la llave del progreso?

3) La denominada condición posmoderna caracterizada por un acentuado individualismo, escepticismo y superficialidad que induce a la ausencia de compromisos personales y sociales, de proyectos a futuro. Asociada esta condición al mencionado desarrollo de las tecnologías, el ser humano vive un mundo en el que pueden plantearse estas opciones:

1) futuro y aceptación de los avances técnicos a cualquier precio;
2) negación de toda perspectiva de futuro y aceptación de lo presente y efímero como única realidad;
3) comprensión del presente enlazado a un pasado y proyectando el futuro.
4) La consideración de la educación como respuesta a los problemas que plantean los cambios anteriormente mencionados.

2. EL DESAFÍO DE UNA EDUCACIÓN HUMANISTA

2.1 Una educación integral

Pretendemos reflexionar sobre la necesidad de una formación integral de la persona, porque una visión sesgada o unilateral en cuanto a la formación humana lleva a un retroceso en otros aspectos del crecimiento humano. En el proceso educativo cuando se acentúa el desarrollo en un solo sentido se crean seres humanos incompletos: todo plan de estudios que tienda al equilibrio debe ofrecer promover el desarrollo en ciencias, en técnicas, en letras, en moralidad, en vida política, en vida afectiva de los educandos; como decía Andrés Bello en uno de sus discursos “todas las facultades humanas forman un sistema, en que no puede haber regularidad y armonía sin el concurso de cada una.

El probable logro de esta formación integral de las personas no depende solo de los agentes educadores (familia, maestros, instituciones) sino también de los educandos. A los maestros especialmente, ya desde antaño, se les pide competencia intelectual, competencia moral y competencia pedagógica. En este
sentido resultan elocuentes consideraciones de diferentes épocas. La primera del renacentista Juan Luis Vives: “Pero muchísima más importancia que el emplazamiento del edificio escolar tiene el factor hombre.

Por esta consideración posean los maestros, no sólo la debida competencia para instruir bien, sino que tengan la facultad y destreza convenientes [...]”2; la segunda de María Montessori (1870-1952):
Desde la historia de la educación podemos confirmar cómo, sobre todo a lo largo del siglo XX, han sido una constante las afirmaciones “educar para la sociedad”, “educar para la inserción laboral”, “educar para el desarrollo económico” y otras similares que se expresan, por ejemplo, en el documento “Educación y conocimiento: eje de la transformación productiva con equidad” (CEPAL-UNESCO, 1992). Tales fines adjudicados, a veces de manera absoluta, al proceso educativo hacen que consideremos la educación solo como un fenómeno social o con carácter instrumental y parecen dejar de lado la centralidad de la persona humana en la educación. A tal punto ha sido así que en la VIII Conferencia Iberoamericana de Educación (Sintra, Portugal, 1998), ante la convicción de que la globalización implica oportunidades y riesgos para la sociedad y las personas, se propone recuperar el papel del ser humano como actor principal del proceso educativo; por otra parte el Pronunciamiento Latinoamericano al referirse a la necesidad de más y mejor educación concluye que a pesar de las reformas educativas implementadas en la región, los resultados no son manifiestos en el ámbito de la formación integral de las personas donde los mismos no se miden por el número de años de estudio o de certificados, sino por lo efectivamente aprendido (TORRES, 2000) intelectual, social, moral y afectivamente.


Aparece como preocupación de nuestra sociedad que los jóvenes aprendan rápidamente lo que les sirva en función de un futuro trabajo en detrimento de conocimientos que se suponen perimidos. Todo logro educativo es limitado y tiene valor educativo en tanto moviliza a nuevas vías de perfeccionamiento. Desde esta perspectiva consideramos que la tarea de la escuela es procurar a los educandos la ayuda necesaria para que se desarrollen plenamente como personas, sin perder de vista los factores coadyuvantes (situación socioeconómica, acceso a la educación, grado de educabilidad) para la consecución de tal fin y la formación instrumental necesaria (incluye los aspectos tecnológicos básicos). Podríamos hacer nuestras las palabras de Pestalozzi refiriéndose a la educación pública en los inicios del siglo XIX:

Debemos tener presente que el fin último de la educación no es la perfección en las tareas de la escuela, sino la preparación para la vida; no la adquisición de hábitos de obediencia ciega y de diligencia prescrita, sino una preparación para la acción independiente. Puede ser discreto tratar alguna de ellas con marcada atención y abrigar la idea de llevar otras a su más alta perfección. La diversidad
de talentos e inclinaciones, de planes y de aspiraciones, es una prueba suficiente de la necesidad de tal distinción. Pero, repito que no tenemos derecho a impedir al niño el desenvolvimiento de aquellas otras facultades que en el presente no podamos concebir como muy esenciales para su futura vocación o situación en la vida. (PESTALOZZI, E., 1976, p. 180).

Esto quiere decir que la educación debe procurar la formación humana propiamente dicha: o sea una formación articulada, sistemática e intencional con la finalidad de fomentar valores personales y sociales que incluyan a la persona en su totalidad. Atender a las diferencias es parte de una formación integral en la que se considera dar a cada uno lo que necesita, lo que colma sus aptitudes y apetencias.

2.2 ¿LA ESCUELA HOY?

Tomaremos la escuela, en sentido amplio, como el lugar donde, en parte, es posible que el ser humano se desarrolle en su humanidad. La importancia de la escuela radica fundamentalmente en que en ella hay personas que se comunican bajo la antigua relación enseñanza-aprendizaje. Con gran agudeza y fina observación nuevamente Pestalozzi nos dice que:

Hay una notable acción recíproca entre el interés que al maestro inspira lo que enseña y el que él comunica a sus discípulos. Si él no ésta presente con todo su espíritu en el asunto, sean o no agradables sus maneras, nunca dejará de enajenarse el afecto de sus discípulos y de dejarlos indiferentes a lo que diga. Pero el interés real tomado en la tarea de la instrucción -palabras amables y sentimientos amables, la verdadera expresión de los rasgos y la mirada-, nunca pasa desapercibido para los niños (PESTALOZZI, E., 1976, p. 200).

La humanidad que pretenderá desarrollar la escuela son destrezas básicas como la iniciativa personal, la disposición al cambio, la capacidad de adaptación a nuevos desafíos, el espíritu crítico en la selección y el procesamiento de mensajes, la capacidad de interrelación con interlocutores diversos, entre otras
(HOPENHAYN, M. - OTTONE, E., 2000).

La adquisición solo de habilidades técnicas o en relación al mundo laboral no nos transforma en personas educadas. El pedagogo argentino Juan Mantovani expresaba que la educación “toma al hombre en su unidad formada de espíritu y vida y en la complejidad histórico cultural de su época y de su medio”(MANTOVANI, 1981, p. 21).


2.3 HUMANISMO CONTEMPORÁNEO

Del mismo modo que el cultivo de los clásicos fue para el humanismo renacentista el canal adecuado para la formación humana, o el humanismo decimonónico se centró en el conocimiento de los aspectos de la cultura más estrechamente ligados con los valores humanos en general (en contraposición a las propuestas positivistas), en la actualidad nos planteamos ¿qué formación humana requieren nuestros educandos?

Sería ya oportuno que quebráramos la dicotomía entre conocimientos útiles e inútiles y nos aboquemos a ofrecer a nuestros alumnos saberes humanos: científicos, tecnológicos y humanísticos interrelacionados y entrelazados en el curso de la humanidad. Una mirada histórica a las obras del ser humano para el
ser humano, realizadas a través del tiempo, proporciona formación humana a la perspectiva científica y tecnológica. Todo saber humano puede ser considerado humanístico si se lo estudia bajo una persepectiva histórica: logros y yerros del ser humano en devenir (POSTMAN, N., 1999). Hace tiempo Comenio en su Didáctica Magna aconsejaba para la enseñanza media la inclusión de la historia de cada una de las materias que a modo de centros de interés nucleaban los contenidos de cada uno de los años de la escuela latina. El ser humano de suyo tiene un carácter histórico y se proyecta en una forma histórico-social que no actúa como prisión sino como marco de referencia, como punto de partida.

Desde hace ya unos años asistimos a planteos sobre cómo responder a través de la educación a los desafíos de una sociedad globalizada, en la cual el caudal de información es cada vez mayor y los cambios tecnológicos rapidísimos. ¿Quién estará -entonces- mejor preparado para este mundo global? Al respecto
se considera que quienes tengan amplios conocimientos generales, seguridad en sí mismo, espíritu de decisión, capacidad de evaluación de la importancia relativa de los problemas, disposición para examinar hipótesis y corregirlas, y tendencia a profundizar los problemas indagando sobre el por qué, estarán mejor preparados para afrontar las situaciones que la sociedad global plantea. Ahora bien ¿qué clase de estudios favorecerán el perfil descripto? Seguramente aquellos que apuntan a una formación del ser humano todo para su crecimiento personal y el de la sociedad de la que forma parte.
En síntesis: mucha lectura, disciplina, observación, reflexión, comunicación.
Ante la excesiva ruptura de puentes con el pasado, que caracteriza a nuestro mundo contemporáneo, aparece la importancia de recuperar la tradición para no perdernos en lo meramente instrumental. Una concepción mercantilista de la vida tiende a desvalorizar la cultura y consecuentemente negamos a los jóvenes aberes variados que les permiten desarrollar su humanidad a través del conocimiento de los testimonios que el hombre ha dejado a lo largo de la historia. Conocimiento vivo para reflexionar y guiar la vida y las opciones de nuestros educandos
Las personas necesitan entre otras cosas aprender a pensar y a razonar, a comparar, distinguir y analizar, a refinar su gusto, a formar su juicio y enriquecer su visión mental. En este sentido, nos parece adecuado aconsejar el estudio de la historia de la educación para la formación de los docentes, ya que brinda en lo específicamente educativo un puente entre presente y pasado, favorece la comprensión de la actualidad y puede mostrar posibles vías de solución a los problemas. Además sería conveniente el estudio de la “historia de ...” la asignatura que constituye nuestra especialidad docente, ya que facilitaría la comprensión de la misma, en función de la enseñanza, al mostrarla como el camino recorrido hasta hoy.

Si recuperamos la perspectiva histórica tal vez podamos hacer nuestras estas palabras de Quintiliano, elocuentes en cuanto al valor de la tradición:

Son tantos los maestros y tantos los ejemplos de la Antigüedad que, en el azar de su nacimiento ninguna edad puede considerarse más afortunada que la nuestra, para cuya enseñanza han trabajado afanosamente las generaciones anteriores.

El desafío contemporáneo es recuperar lo valioso de la tradición: el ser humano y sus obras.

2.4.3 Formación de Valores: Una Ética Social

La educación en valores es un proceso sistémico, pluridimensional, intencional e integrado que garantiza la formación y el desarrollo de la personalidad consciente; se concreta a través de lo curricular, extracurricular y en toda la vida universitaria. La forma de organización es el Proyecto Educativo.
La personalidad es "un sistema de alto nivel de integración de funciones síquicas del individuo, un complejo de formaciones estructuradas sobre ciertos principios que funcionan dirigidos a un objetivo".

 El objetivo constituye el sentido fundamental de la actividad del individuo, se expresa en el proyecto de vida que es "el conjunto de representaciones mentales sistematizadas sobre cuya base se configuran las actitudes y disposiciones teóricas del individuo, y que para ejercer una dirección autentica de la personalidad, este modelo debe tomar una forma determinada en la actividad social del individuo y en las relaciones con las personas. Es decir, la característica directriz de este modelo ideal se expresa no sólo en lo que el individuo quiere ser, sino en su disposición real y sus posibilidades internas y externas de lograrlo y de darle una forma precisa en el curso de su actividad"

 Si se quiere incidir a través de la educación en la personalidad es necesario adentrarse en el porqué de los objetivos de la actividad, que lo hacen componer un proyecto de vida. Si la educación concibe el proyecto de vida no como un modelo ideal-individual solamente, sino que lo relaciona a su vez con un modelo real-social, entonces podrá acercarlo a su realización.

 La educación en valores debe contribuir a que el proyecto de vida se convierta en "un modelo de vida sobre la base de aquellas orientaciones de la personalidad que definen el sentido fundamental de su vida, y que adquieren una forma concreta de acuerdo con la construcción de un sistema de actividades instrumentadas, las que se vinculan con las posibilidades del individuo y, de otro lado las posibilidades objetivas de la realidad externa para la ejecución de esas orientaciones de la personalidad".

 La educación debe y puede incidir en el "GAP" que existe entre lo que se quiere ser y se quiere hacer y lo que se puede ser y se puede hacer en cada momento de la vida o al menos es más factible, lo que al final es decisión del individuo. La posibilidad de ayudar a adecuar estos dos aspectos, se halla en la comprensión de la relación entre lo individual y lo social en la personalidad, siendo éste uno de los objetivos fundamentales de la educación en valores.

 La dinámica y la armonía de la personalidad desarrollada y adulta en una sociedad se halla en el equilibrio que se alcance entre la satisfacción de los intereses y necesidades y de los deberes sociales. Por tanto deber ser conjugado lo que se quiere y lo que se puede y es por tanto el objeto de la educación en valores.

 La educación debe preparar al individuo para el logro en cada momento de la autorrealización, entendida ésta como: "la orientación de la personalidad que se dirige al desarrollo de las potencialidades, a la realización de valores e intereses fundamentales del individuo en la actividad social".

 La educación puede ayudar a definir un proyecto de vida efectivo y eficaz, convirtiéndolo en un proyecto real, haciendo corresponder las posibilidades internas del individuo y las del entorno, mediante el desarrollo de los valores cívicos y éticos, la concepción del mundo, la capacidad de razonamiento, los conocimientos, la motivación y los intereses.

 La educación en valores tiene como objetivo el alcance de una personalidad desarrollada o en desarrollo, la que se entiende, "al caracterizar a un individuo concreto donde el sistema de procesos y funciones que la forman se encuentran estructurados de manera armónica, en un proyecto de vida realista, donde predomina la autodirección consciente de los esfuerzos del individuo para lograr el desarrollo de sus potencialidades en forma creadora, así como su participación en la actividad social de acuerdo con valores de contenido progresista".

Educar en valores significa contribuir a la función integradora del individuo mediante la valoración de las contradicciones de la motivación, los intereses, etc.

La educación en valores debe coadyuvar a la tendencia interna de la personalidad a integrar y armonizar los factores internos y externos y a la autonomía de ésta, es decir, a la autorregulación sobre la base de fines conscientes, lo que está por supuesto, en interacción y en dependencia de la realidad social.

Los valores interiorizados conforman la esencia del modelo de representaciones personales, constituyen el contenido del sentido de vida, y de la concepción del mundo, permiten la comprensión, la interpretación y la valoración del sujeto y brindan la posibilidad de definir el proyecto de vida, integrado por objetivos y finalidades para la actividad social.

Los valores no se enseñan y aprenden de igual modo que los conocimientos y las habilidades, y la escuela no es la única institución que contribuye a la formación y desarrollo de éstos. Otra peculiaridad de la educación en valores es su carácter intencional, consciente y de voluntad, no sólo por parte del educador, sino también del educando, quien debe asumir dicha influencia a partir de su cultura, y estar dispuesto al cambio. De ahí la importancia y la necesidad de conocer no sólo el modelo ideal de educación, sino las características del estudiante en cuanto a sus intereses, motivaciones, conocimientos, y actitudes, las que no están aisladas de las influencias del entorno ambiental. Una comprensión clara de los límites objetivos del entorno, del modelo a que aspira la sociedad y de la subjetividad del estudiante permite dirigir mejor las acciones educativas y dar un correcto significado al contenido de los valores a desarrollar.


Son tres las condiciones para la educación en valores:

Primera: conocer al estudiante en cuanto a: determinantes internas de la personalidad (intereses, valores, concepción del mundo, motivación, etc.); actitudes y proyecto de vida (lo que piensa, lo que desea, lo que dice y lo que hace).

 Segunda: conocer el entorno ambiental para determinar el contexto de actuación (posibilidades de hacer).

Tercera: definir un modelo ideal de educación.

Incidencias de la educación en valores:

•Desarrolla la capacidad valorativa en el individuo y permite reflejar adecuadamente el sistema objetivo.

•Desarrolla la capacidad transformadora y participativa con significación positiva hacia la sociedad.

•Desarrolla la espiritualidad y la personalidad hacia la integralidad y el perfeccionamiento humano.

•Transforma lo oficialmente instituido a través de las normas morales, los sistemas educativos, el derecho, la política y la ideología.

Los valores no son pues el resultado de una comprensión, y mucho menos de una información pasiva, ni tampoco de actitudes conducidas sin significación propia, por el sujeto. Es algo más complejo y multilateral pues se trata de los componentes de la personalidad, sus contenidos y sus formas de expresión a través de conductas y comportamientos, por lo tanto sólo se puede educar en valores a través de conocimientos, habilidades de valoración-reflexión y la actividad práctica.


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